miércoles, 4 de agosto de 2010

Articulo Científico: El beneficio de dotar de inteligencia a la emoción en el proceso andragógico.



EL BENEFICIO DE DOTAR DE INTELIGENCIA A LA EMOCIÓN

EN EL PROCESO ANDRAGÓGICO


Artículo Científico por: María Cristina Cáceres López

Sección: "A"

RESUMEN

En la expresión orientación del proceso andragógico, de uso frecuente en andragogía, subyace un concepto que asigna un tipo de responsabilidad de tal magnitud, que el facilitador tiene que ser un profesional altamente capacitado, de gran sensibilidad y poseedor de características muy especiales. [1] Vemos pues que uno de los elementos del proceso andragógico tal y como lo es el facilitador debe de estar dotado como orientador de dicho proceso de una gran sensibilidad, con características muy especiales, es decir no basta la capacitación académica sino que se le debe agregar un plus a dicha función, ese algo especial que lo hace destacar en el ciclo educativo en el que desarrolla su función, es precisamente la inteligencia emocional de la que debe estar dotado lo que constituye ese plus, aunado a lo anterior si el propio facilitador orienta su función en un ambiente de inteligencia emocional, esto se vera reflejado en los participantes a quienes en todo momento del proceso se les ira alfabetizando respecto al beneficio de dotar de inteligencia a la emoción para beneficio propio y de quienes les rodean en todos los ámbitos en los cuales se desenvuelven. La meta en esta ocasión de nuestro viaje como andragogos, consiste en describir a través de la figura del artículo científico, el beneficio de comprender el significado —y el modo— de dotar de inteligencia a la emoción, una comprensión que, en sí misma, puede servirnos de gran ayuda, porque el hecho de tomar conciencia del dominio de los sentimientos puede tener un efecto similar al que provoca un observador en el mundo de la física cuántica, es decir, transformar el objeto de observación.

Nuestro viaje se inicia en la primera parte de este artículo científico con una introducción que nos describe la cosmovisión actual de los seres humanos, su desenvolvimiento y diversas reacciones frente a las presiones que conlleva el diario vivir, así como una descripción de los avances científicos a través de los cuales Daniel Goleman en su obra “Inteligencia Emocional” logró elaborar una guía de la importancia que reviste esta última para comprender y enfrentar lo que hoy en día nos parece absurdo y transformarlo de manera beneficiosa para todas las esferas en que interactuamos como parte de un conglomerado social, pues no cabe duda que llegar a comprender la interacción de las diferentes estructuras cerebrales que gobiernan nuestras iras y nuestros temores —o nuestras pasiones y nuestras alegrías— puede enseñarnos mucho sobre la forma en que aprendemos los hábitos emocionales que socavan nuestras mejores intenciones, así como también puede mostrarnos el mejor camino para llegar a dominar los impulsos emocionales más destructivos y frustrantes. Y, lo que es aún más importante, el comprender que estos datos neurológicos dejan una puerta abierta a la posibilidad de modelar los hábitos emocionales de quienes están bajo nuestra responsabilidad o guía ya sean nuestros hijos, alumnos, o grupos de trabajo.

En la segunda parte, la siguiente parada de nuestro recorrido, examinaremos las denominaciones con las que diversos autores se han referido al término de inteligencia emocional, así como los componentes de la misma, a fin de comprender los sentimientos más profundos ya sean propios o de nuestros semejantes, y poder manejar amablemente nuestras relaciones a fin de desarrollar lo que Aristóteles denominara la infrecuente capacidad de «enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto». Con esta parte se pretende presentar el modelo ampliado de lo que significa «ser inteligente» otorgando a las emociones un papel central en el conjunto de aptitudes necesarias para vivir.

En la tercera parte examinamos la idea sobre la educación con inteligencia emocional en cuanto a cuáles podrían ser los elementos fundamentales de dicha educación, así mismo se describen las competencias principales de la inteligencia personal y cómo pueden ayudarnos, por ejemplo, a cuidar nuestras relaciones más preciadas o cómo, por el contrario, su ausencia puede llegar a destruirlas; cómo las fuerzas económicas que modelan nuestra vida laboral están poniendo un énfasis sin precedentes en estimular la inteligencia emocional para alcanzar el éxito laboral; cómo las emociones tóxicas pueden llegar a ser tan peligrosas para nuestra salud física y cómo, por último, el equilibrio emocional contribuye, por el contrario, a proteger nuestra salud y nuestro bienestar en general.

En la cuarta parte describimos como el CI y la inteligencia emocional no son conceptos contrapuestos sino tan sólo diferentes y como todos nosotros representamos una combinación peculiar entre el intelecto y la emoción. Así mismo se plantea el gran desafío del lograr el justo equilibrio entre la mente que piensa y la mente que siente.

En la quinta parte, se propone como pauta para lograr la inteligencia emocional deseada, que contribuya a nuestra formación integral de manera efectiva en todos los ámbitos de nuestra vida, lo que Goleman denomina como el conocimiento de sí mismo, dicha parte se inicia con una anécdota que este autor aporta en la obra antes indicada, la cual se explica por sí misma y sintetiza todo lo argumentado a lo largo del presente artículo científico.

La sexta parte y final acota lo que todo andragogo debe proponer como facilitador a sus alumnos: “el beneficio” que puede lograr con el nuevo aprendizaje. En este caso, dicha importancia o beneficio radica en el cómo la inteligencia emocional propuesta por Goleman nos otorga lo que él denomina como “la aptitud maestra” derivada de su experiencia personal.

PALABRAS CLAVE

· Inteligencia emocional.

· Inteligencia personal.

· Inteligencias múltiples.

· El CI

· Conócete a ti mismo.

· La aptitud maestra.

I PARTE

INTRODUCCCIÓN

Derivado de la pérdida de control sobre las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las vidas de quienes nos rodean. Nadie permanece a salvo de vivir sobre una base de arrebatos y arrepentimientos que, de una manera u otra, acaba salpicando toda nuestra vida.

En la última década hemos sido testigos de un bombardeo constante de noticias que constituye el fiel reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra desesperación y de la insensatez de nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad. El transcurso de los años constituyen la apretada crónica de la rabia y la desesperación galopantes que bullen en la callada soledad de unos niños cuya madre trabajadora los deja con la televisión como única niñera, en el sufrimiento de los niños abandonados, descuidados o que han sido víctimas de abusos sexuales y en la mezquina intimidad de la violencia conyugal. Este malestar emocional también es el causante del alarmante incremento de la depresión en todo el mundo y de las secuelas que lo deja tras de sí la inquietante oleada de la violencia: escolares armados, accidentes automovilísticos que terminan a tiros, resentidos que masacran a sus antiguos compañeros de trabajo, etcétera. Abuso emocional, heridas de bala y estrés postraumático son expresiones que han llegado a formar parte del léxico familiar de la última década, al igual que el moderno cambio de eslogan desde el jovial «¡Que tenga un buen día!» a la suspicacia del «¡Hazme tener un buen día!».

Daniel Goleman manifiesta en su obra Inteligencia Emocional, que la misma constituye una guía para dar sentido a lo aparentemente absurdo.[2] En su trabajo como psicólogo y —en la última década— como periodista del New York Times, éste autor ha tenido la oportunidad de asistir a la evolución de nuestra comprensión científica del dominio de lo irracional. Desde esa privilegiada posición ha podido constatar la existencia de dos tendencias contrapuestas, una que refleja la creciente calamidad de nuestra vida emocional y la otra que parece brindarnos algunas soluciones sumamente esperanzadoras.

A pesar de la abundancia de malas noticias, durante la última década hemos asistido a una eclosión sin precedentes de investigaciones científicas sobre la emoción, uno de cuyos ejemplos más elocuentes ha sido el poder llegar a vislumbrar el funcionamiento del cerebro gracias a la innovadora tecnología del escáner cerebral. Estos nuevos medios tecnológicos han desvelado por vez primera en la historia humana uno de los misterios más profundos: el funcionamiento exacto de esa intrincada masa de células mientras estamos pensando, sintiendo, imaginando o soñando.

Este aporte de datos neurobiológicos nos permite comprender con mayor claridad que nunca la manera en que los centros emocionales del cerebro nos incitan a la rabia o al llanto, el modo en que sus regiones más arcaicas nos arrastran a la guerra o al amor y la forma en que podemos canalizarlas hacia el bien o hacia el mal.

Esta comprensión —desconocida hasta hace muy poco— de la actividad emocional y de sus deficiencias pone a nuestro alcance nuevas soluciones para remediar la crisis emocional colectiva.

Manifiesta Goleman en la obra citada que para escribirla tuvo que aguardar a que la cosecha de la ciencia fuera lo suficientemente fructífera. Este conocimiento emocional, que ha tardado tanto en llegar, es porque durante muchos años, la investigación ha soslayado el papel desempeñado por los sentimientos en la vida mental, dejando que las emociones fueran convirtiéndose en el gran continente inexplorado de la psicología científica. Y todo este vacío ha propiciado la aparición de un torrente de libros de autoayuda llenos de consejos bien intencionados, aunque basados, en el mejor de los casos, en opiniones clínicas con muy poco fundamento científico, si es que poseen alguno. Pero hoy en día la ciencia se halla, por fin, en condiciones de hablar con autoridad de las cuestiones más apremiantes y contradictorias relativas a los aspectos más irracionales del psiquismo y de cartografiar, con cierta precisión, el corazón del ser humano.

Más allá de esta posibilidad puede entreverse un ineludible imperativo moral. Vivimos en una época en la que el entramado de nuestra sociedad parece descomponerse aceleradamente, una época en la que el egoísmo, la violencia y la mezquindad espiritual parecen socavar la bondad de nuestra vida colectiva. De ahí la importancia de la inteligencia emocional, porque constituye el vínculo entre los sentimientos, el carácter y los impulsos morales. Además, existe la creciente evidencia de que las actitudes éticas fundamentales que adoptamos en la vida se asientan en las capacidades emocionales subyacentes. Hay que tener en cuenta que el impulso es el vehículo de la emoción y que la semilla de todo impulso es un sentimiento expansivo que busca expresarse en la acción. Podríamos decir que quienes se hallan a merced de sus impulsos —quienes carecen de autocontrol— adolecen de una deficiencia moral porque la capacidad de controlar los impulsos constituye el fundamento mismo de la voluntad y del carácter.

Por el mismo motivo, la raíz del altruismo radica en la empatía, en la habilidad para comprender las emociones de los demás y es por ello por lo que la falta de sensibilidad hacia las necesidades o la desesperación ajenas es una muestra patente de falta de consideración. Y si existen dos actitudes morales que nuestro tiempo necesita con urgencia son el autocontrol y el altruismo[3].

DESARROLLO

II PARTE

INTELIGENCIA EMOCIONAL, INTELIGENCIAS PERSONALES O INTELIGENCIAS MÚLTIPLES.

A lo largo del tiempo, el concepto de inteligencias múltiples de Gardner ha seguido evolucionando y. a los diez años de la publicación de su primera teoría, Gardner nos brinda esta breve definición de las inteligencias personales, la cual viene a ser sinónimo de lo que es la inteligencia emocional:

«La inteligencia interpersonal consiste en la capacidad de comprender a los demás: cuáles son las cosas que más les motivan, cómo trabajan y la mejor forma de cooperar con ellos. Los vendedores, los políticos. los maestros, los médicos y los dirigentes religiosos de éxito tienden a ser individuos con un alto grado de inteligencia interpersonal. La inteligencia intrapersonal por su parte, constituye una habilidad correlativa —vuelta hacia el interior— que nos permite configurar una imagen exacta y verdadera de nosotros mismos y que nos hace capaces de utilizar esa imagen para actuar en la vida de un modo más eficaz[4]

En otra publicación. Gardner señala que la esencia de la inteligencia interpersonal supone «la capacidad de discernir y responder apropiadamente a los estados de ánimo, temperamentos, motivaciones y deseos de las demás personas». En el apartado relativo a la inteligencia intrapersonal —la clave para el conocimiento de uno mismo—, Gardner menciona «la capacidad de establecer contacto con los propios sentimientos, discernir entre ellos y aprovechar este conocimiento para orientar nuestra conducta».

Goleman tuvo la oportunidad de preguntar a Gardner sobre su insistencia en la preponderancia del pensamiento sobre el sentimiento, o en la metacognición más que en las emociones mismas, y éste reconoció que su visión de la inteligencia se atenía al modelo cognitivo pero añadió: «cuando escribí por vez primera sobre las inteligencias personales , podría, en realidad, a las emociones, especialmente en lo que atañe a la noción de la inteligencia intrapersonal, uno de cuyos aspectos principales es la capacidad para sintonizar con las propias emociones. Por otro lado, las señales viscerales que nos envían los sentimientos también resultan decisivas para la inteligencia interpersonal, pero, a medida que ha ido desarrollándose, la teoría de la inteligencia múltiple ha evolucionado hasta centrarse más en la metacognición -es decir, en la toma de conciencia de los propios procesos mentales, que en el amplio espectro de las habilidades emocionales».[5]

Aun así, Gardner se da perfecta cuenta de lo decisivas que son, en lo que respecta a la confusión y la violencia de la vida, las aptitudes emocionales y sociales, y subraya que «muchas personas con un elevado CI de 160 (aunque con escasa inteligencia intrapersonal) trabajan para gente que no supera el CI de 100 (pero que tiene muy desarrollada la inteligencia intrapersonal) y que en la vida cotidiana no existe nada más importante que la inteligencia intrapersonal ya que, a falta de ella, no acertaremos en la elección de la pareja con quien vamos a contraer matrimonio, en la elección del puesto de trabajo, etcétera. Es necesario que la escuela se ocupe de educar a los niños en el desarrollo de las inteligencias personales».

III PARTE

EDUCACIÓN CON INTELIGENCIA EMOCIONAL

Para poder forjamos una idea más completa de cuáles podrían ser los elementos fundamentales de dicha educación debemos acudir a otros teóricos que siguen el camino abierto por Gardner, entre los cuales el más destacado tal vez sea Peter Salovey, notable psicólogo de Harvard, que ha establecido con todo lujo de detalles el modo de aportar más inteligencia a nuestras emociones. Esta empresa no es nueva porque, a lo largo de los años, hasta los más vehementes teóricos del CI, en lugar de considerar que «emoción» e «inteligencia» son términos abiertamente contradictorios, de vez en cuando han tratado de introducir a las emociones en el ámbito de la inteligencia. E.L. Thorndike, por ejemplo, un eminente psicólogo que desempeñó un papel muy destacado en la popularización del CI en la década de los veinte, propuso en un artículo publicado en el Harper Magazine que la inteligencia «social» —un aspecto de la inteligencia emocional que nos permite comprender las necesidades ajenas y «actuar sabiamente en las relaciones humanas»— constituye un elemento que hay que tener en cuenta a la hora de determinar el CI. Otros psicólogos de la época asumieron una concepción más cínica de la inteligencia social y la concibieron en términos de las habilidades que nos permiten manipular a los demás, obligándoles, lo quieran o no, a hacer lo que deseamos. Pero ninguna de estas formulaciones de la inteligencia social tuvo demasiada aceptación entre los teóricos del CI y, alrededor de 1960, un influyente manual sobre los test de inteligencia llegó incluso a afirmar que la inteligencia social era un concepto completamente «inútil».[6]

Pero, en lo que atañe tanto a la intuición como al sentido común, la inteligencia personal no podía seguir siendo ignorada. Por ejemplo, cuando Robert Stembeg, otro psicólogo de Yale, pidió a diferentes personas que definieran a un «individuo inteligente», los principales rasgos reseñados fueron las habilidades prácticas.

Una investigación posterior más sistemática condujo a Stemberg a la misma conclusión de Thomdike: la inteligencia social no sólo es muy diferente de las habilidades académicas, sino que constituye un elemento esencial que permite a la persona afrontar adecuadamente los imperativos prácticos de la vida. Por ejemplo, uno de los elementos fundamentales de la inteligencia práctica que suele valorarse más en el campo laboral, por ejemplo, es el tipo de sensibilidad que permite a los directivos eficaces darse cuenta de los mensajes tácitos de sus subordinados. En los últimos años, un número cada vez más nutrido de psicólogos ha llegado a conclusiones similares, coincidiendo con Gardner en que la vieja teoría del CI se ocupa sólo de una estrecha franja de habilidades lingüísticas y matemáticas, y que tener un elevado CI tal vez pueda predecir adecuadamente quién va a tener éxito en el aula o quién va a llegar a ser un buen profesor, pero no tiene nada que decir con respecto al camino que seguirá la persona una vez concluida su educación. Estos psicólogos —con Stemberg y Salovey a la cabeza— han adoptado una visión más amplia de la inteligencia y han tratado de reformularla en términos de aquello que hace que uno enfoque más adecuadamente su vida, una línea de investigación que nos retrotrae a la apreciación de que la inteligencia constituye un asunto decididamente «personal» o emocional.

La definición de Salovey subsume a las inteligencias personales de Gardner y las organiza hasta llegar a abarcar cinco competencias principales [7]:

1. El conocimiento de las propias emociones. El conocimiento de uno mismo, es decir, la capacidad de reconocer un sentimiento en el mismo momento en que aparece, constituye la piedra angular de la inteligencia emocional. La capacidad de seguir momento a momento nuestros sentimientos resulta crucial para la introvisión psicológica y para la comprensión de uno mismo. Por otro lado, la incapacidad de percibir nuestros verdaderos sentimientos nos deja completamente a su merced. Las personas que tienen una mayor certeza de sus emociones suelen dirigir mejor sus vidas, ya que tienen un conocimiento seguro de cuáles son sus sentimientos reales, por ejemplo, a la hora de decidir con quién casarse o qué profesión elegir.

2. La capacidad de controlar las emociones. La conciencia de uno mismo es una habilidad básica que nos permite controlar nuestros sentimientos y adecuarlos al momento. Es importante examinar y comprender la capacidad de tranquilizarse a uno mismo, de desembarazarse de la ansiedad, de la tristeza, de la irritabilidad exageradas y de las consecuencias que acarrea su ausencia. Las personas que carecen de esta habilidad tienen que batallar constantemente con las tensiones desagradables mientras que, por el contrario, quienes destacan en el ejercicio de esta capacidad se recuperan mucho más rápidamente de los reveses y contratiempos de la vida.

3. La capacidad de motivarse uno mismo. Como vemos el control de la vida emocional y su subordinación a un objetivo resulta esencial para espolear y mantener la atención, la motivación y la creatividad. El autocontrol emocional —la capacidad de demorar la gratificación y sofocar la impulsividad— constituye un imponderable que subyace a todo logro. Y si somos capaces de sumergimos en el estado de «flujo» estaremos más capacitados para lograr resultados sobresalientes en cualquier área de la vida. Las personas que tienen esta habilidad suelen ser más productivas y eficaces en todas las empresas que acometen.

4 .El reconocimiento de las emociones ajenas. La empatía, otra capacidad que se asienta en la conciencia emocional de uno mismo, constituye la «habilidad popular» fundamental. Es importante examinar y comprender las raíces de la empatía, el coste social de la falta de armonía emocional y las razones por las cuales la empatía puede prender la llama del altruismo. Las personas empáticas suelen sintonizar con las señales sociales sutiles que indican qué necesitan o qué quieren los demás y esta capacidad las hace más aptas para el desempeño de vocaciones tales como las profesiones sanitarias, la docencia, las ventas y la dirección de empresas.

5. El control de las relaciones. El arte de las relaciones se basa, en buena medida, en la habilidad para relacionarnos adecuadamente con las emociones ajenas. Es importante revisar la competencia o la incompetencia social y las habilidades concretas involucradas en esta facultad. Éstas son las habilidades que subyacen a la popularidad, el liderazgo y la eficacia interpersonal. Las personas que sobresalen en este tipo de habilidades suelen ser auténticas «estrellas» que tienen éxito en todas las actividades vinculadas a la relación interpersonal.

No todas las personas manifiestan el mismo grado de pericia en cada uno de estos dominios. Hay quienes son sumamente diestros en gobernar su propia ansiedad, por ejemplo, pero en cambio, son relativamente ineptos cuando se trata de apaciguar los trastornos emocionales ajenos. A fin de cuentas, el sustrato de nuestra pericia al respecto es, sin duda, neurológico, pero, como veremos a continuación, el cerebro es asombrosamente plástico y se halla sometido a un continuo proceso de aprendizaje. Las lagunas en la habilidad emocional pueden remediarse y, en términos generales, cada uno de estos dominios representa un conjunto de hábitos y de reacciones que, con el esfuerzo adecuado, pueden llegar a mejorarse.

IV PARTE

EL CI Y LA INTELIGENCIA EMOCIONAL: LOS TIPOS PUROS

El CI y la inteligencia emocional no son conceptos contrapuestos sino tan sólo diferentes. Todos nosotros representamos una combinación peculiar entre el intelecto y la emoción. Las personas que tienen un elevado CI, pero que, en cambio manifiestan una escasa inteligencia emocional (oque, por el contrario, muestran un bajo CI con una elevada inteligencia emocional), suelen ser, a pesar de los estereotipos relativamente raras. En cambio parece como sí existiera una débil correlación entre el CI y ciertos aspectos de la inteligencia emocional, aunque una correlación lo suficientemente débil como para dejar bien claro que se trata de entidades completamente independientes.

A diferencia de lo que ocurre con los test habituales del CI, no existe —ni jamás podrá existir— un solo test de papel y lápiz capaz de determinar el «grado de inteligencia emocional». Aunque se ha llevado a cabo una amplia investigación de los elementos que componen la inteligencia emocional, algunos de ellos —como la empatía, por ejemplo— sólo pueden valorarse poniendo a prueba la habilidad real de la persona para ejecutar una tarea específica como, por ejemplo, el reconocimiento de las expresiones faciales ajenas grabadas en vídeo.[8] Aun así. Jack Block, psicólogo de la universidad californiana de Berkeley, utilizando una medida muy similar a la inteligencia emocional que él denomina «capacidad adaptativa del ego» (y que incluye las principales competencias emocionales y sociales) ha establecido una comparación de dos tipos teóricamente puros, el tipo puro de individuo con un elevado CI y el tipo puro de individuo con aptitudes emocionales altamente desarrolladas. Las diferencias encontradas a este respecto son sumamente expresivas. El tipo puro de individuo con un alto CI (esto es, soslayando la inteligencia emocional) constituye casi una caricatura del intelectual entregado al dominio de la mente pero completamente inepto en su mundo personal. Los rasgos más sobresalientes difieren ligeramente entre mujeres y hombres. No es de extrañar que los hombres con un elevado CI se caractericen por una amplia gama de intereses y habilidades intelectuales y suelan ser ambiciosos, productivos, predecibles, tenaces y poco dados a reparar en sus propias necesidades. Tienden a ser críticos, condescendientes, aprensivos, inhibidos, a sentirse incómodos con la sexualidad y las experiencias sensoriales en general y son poco expresivos, distantes y emocionalmente fríos y tranquilos.

Por el contrario, los hombres que poseen una elevada inteligencia emocional suelen ser socialmente equilibrados, extravertidos, alegres, poco predispuestos a la timidez y a rumiar sus preocupaciones. Demuestran estar dotados de una notable capacidad para comprometerse con las causas y las personas, suelen adoptar responsabilidades, mantienen una visión ética de la vida y son afables y cariñosos en sus relaciones. Su vida emocional es rica y apropiada; se sienten, en suma, a gusto consigo mismos, con sus semejantes y con el universo social en el que viven.

Por su parte, el tipo puro de mujer con un elevado CI manifiesta una previsible confianza intelectual, es capaz de expresar claramente sus pensamientos, valora las cuestiones teóricas y presenta un amplio abanico de intereses estéticos e intelectuales. También tiende a ser introspectiva, predispuesta a la ansiedad, a la preocupación y la culpabilidad, y se muestra poco dispuesta a expresar públicamente su enfado (aunque pueda expresarlo de un modo indirecto).

En cambio, las mujeres emocionalmente inteligentes tienden a ser enérgicas y a expresar sus sentimientos sin ambages, tienen una visión positiva de sí mismas y para ellas la vida siempre tiene un sentido. Al igual que ocurre con los hombres, suelen ser abiertas y sociables, expresan sus sentimientos adecuadamente (en lugar de entregarse, por así decirlo, a arranques emocionales de los que posteriormente tengan que lamentarse) y soportan bien la tensión. Su equilibrio social les permite hacer rápidamente nuevas amistades; se sienten lo bastante a gusto consigo mismas como para mostrarse alegres, espontáneas y abiertas a las experiencias sensuales. Y, a diferencia de lo que ocurre con el tipo puro de mujer con un elevado CI, raramente se sienten ansiosas, culpables o se ahogan en sus preocupaciones.

Estos retratos, obviamente, resultan caricaturescos porque toda persona es el resultado de la combinación, en distintas proporciones, entre el CI y la inteligencia emocional. Pero, en cualquier caso, nos ofrecen una visión sumamente instructiva del tipo de aptitudes específicas que ambas dimensiones pueden aportar al conglomerado de cualidades que constituye una persona. Ambas imágenes, pues, se presentan combinadas porque toda persona posee inteligencia cognitiva e inteligencia emocional, aunque lo cierto es que la inteligencia emocional aporta, con mucha diferencia, la clase de cualidades que más nos ayudan a convertirnos en auténticos seres humanos.[9]

EL IDEAL

“EL JUSTO EQUILIBRIO ENTRE LA MENTE QUE PIENSA Y

LA MENTE QUE SIENTE”

Esta tarea constituye un auténtico desafío para quienes suscriben una visión estrecha de la inteligencia y aseguran que el CI (CI: coeficiente o cociente intelectual) es un dato genético que no puede ser modificado por la experiencia vital y que el destino de nuestras vidas se halla, en buena medida, determinado por esta aptitud. Pero este argumento pasa por alto una cuestión decisiva: ¿qué cambios podemos llevar a cabo para que a nuestros hijos les vaya bien en la vida? ¿Qué factores entran en juego, por ejemplo, cuando personas con un elevado CI no saben qué hacer mientras que otras, con un modesto, o incluso con un bajo CI, lo hacen sorprendentemente bien? La tesis de Goleman es que esta diferencia radica con mucha frecuencia en el conjunto de habilidades que hemos dado en llamar inteligencia emocional, habilidades entre las que destacan el autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la capacidad para motivarse a uno mismo. Y todas estas capacidades, como podremos comprobar, pueden enseñarse a los niños, brindándoles así la oportunidad de sacar el mejor rendimiento posible al potencial intelectual que les haya correspondido en la lotería genética.

En su Ética a Nicómaco. Aristóteles realiza una indagación filosófica sobre la virtud, el carácter y la felicidad, desafiándonos a gobernar inteligentemente nuestra vida emocional. Nuestras pasiones pueden abocar al fracaso con suma facilidad y. de hecho, así ocurre en multitud de ocasiones; pero cuando se hallan bien adiestradas, nos proporcionan sabiduría y sirven de guía a nuestros pensamientos, valores y supervivencia. Pero, como dijo Aristóteles, el problema no radica en las emociones en sí sino en su conveniencia y en la oportunidad de su expresión. La cuestión esencial es: ¿de qué modo podremos aportar más inteligencia a nuestras emociones, más civismo a nuestras calles y más afecto a nuestra vida social?

Nuestros sentimientos, nuestras aspiraciones y nuestros anhelos más profundos constituyen puntos de referencia ineludibles y nuestra especie debe gran parte de su existencia a la decisiva influencia de las emociones en los asuntos humanos. El poder de las emociones es extraordinario, sólo un amor poderoso —la urgencia por salvar al hijo amado, por ejemplo— puede llevar a unos padres a ir más allá de su propio instinto de supervivencia individual. Desde el punto de vista del intelecto, se trata de un sacrificio indiscutiblemente irracional pero, visto desde el corazón, constituye la única elección posible.

Cuando los sociobiólogos buscan una explicación al relevante papel que la evolución ha asignado a las emociones en el psiquismo humano, no dudan en destacar la preponderancia del corazón sobre la cabeza en los momentos realmente cruciales. Son las emociones —afirman— las que nos permiten afrontar situaciones demasiado difíciles —el riesgo, las pérdidas irreparables, la persistencia en el logro de un objetivo a pesar de las frustraciones, la relación de pareja, la creación de una familia, etcétera— como para ser resueltas exclusivamente con el intelecto. Cada emoción nos predispone de un modo diferente a la acción; cada una de ellas nos señala una dirección que, en el pasado, permitió resolver adecuadamente los innumerables desafíos a que se ha visto sometida la existencia humana. En este sentido, nuestro bagaje emocional tiene un extraordinario valor de supervivencia y esta importancia se ve confirmada por el hecho de que las emociones han terminado integrándose en el sistema nervioso en forma de tendencias innatas y automáticas de nuestro corazón.

Cualquier concepción de la naturaleza humana que soslaye el poder de las emociones pecará de una lamentable miopía. De hecho, a la luz de las recientes pruebas que nos ofrece la ciencia sobre el papel desempeñado por las emociones en nuestra vida, hasta el mismo término homo sapiens —la especie pensante— resulta un tanto equivoco. Todos sabemos por experiencia propia que nuestras decisiones y nuestras acciones dependen tanto —y a veces más— de nuestros sentimientos como de nuestros pensamientos. Hemos sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales (de todo lo que mide el CI) para la existencia humana pero, para bien o para mal, en aquellos momentos en que nos vemos arrastrados por las emociones, nuestra inteligencia se ve francamente desbordada

Las primeras leyes y códigos éticos -el código de Hammurabi, los diez mandamientos del Antiguo Testamento o los edictos del emperador Ashoka— deben considerarse como intentos de refrenar, someter y domesticar la vida emocional puesto que, como ya explicaba Freud en El malestar de la cultura, la sociedad se ha visto obligada a imponer normas externas destinadas a contener la desbordante marea de los excesos emocionales que brotan del interior del individuo.

No obstante, a pesar de todas las limitaciones impuestas por la sociedad, la razón se ve desbordada de tanto en tanto por la pasión, un imponderable de la naturaleza humana cuyo origen se asienta en la arquitectura misma de nuestra vida mental. El diseño biológico de los circuitos nerviosos emocionales básicos con el que nacemos no lleva cinco ni cincuenta, sino cincuenta mil generaciones demostrando su eficacia. Las lentas y deliberadas fuerzas evolutivas que han ido modelando nuestra vida emocional han tardado cerca de un millón de años en llevar a cabo su cometido, y de éstos, los últimos diez mil —a pesar de haber asistido a una vertiginosa explosión demográfica que ha elevado la población humana desde cinco hasta cinco mil millones de personas— han tenido una escasa repercusión en las pautas biológicas que determinan nuestra vida emocional.

Para bien o para mal, nuestras valoraciones y nuestras reacciones ante cualquier encuentro interpersonal no son el fruto exclusivo de un juicio exclusivamente racional o de nuestra historia personal, sino que también parecen arraigarse en nuestro remoto pasado ancestral. Y ello implica necesariamente la presencia de ciertas tendencias que, en algunas ocasiones, pueden resultar ciertamente trágicas. Con demasiada frecuencia, en suma, nos vemos obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo postmoderno con recursos emocionales adaptados a las necesidades del pleistoceno. Éste, precisamente, es el tema fundamental sobre el cual versa el libro de Goleman.

Todas las emociones son, en esencia, impulsos que nos llevan a actuar, programas de reacción automática con los que nos ha dotado la evolución. La misma raíz etimológica de la palabra emoción proviene del verbo latino movere (que significa «moverse») más el prefijo «e-», significando algo así como «movimiento hacia» y sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción hay implícita una tendencia a la acción. Basta con observar a los niños o a los animales para darnos cuenta de que las emociones conducen a la acción; es sólo en el mundo «civilizado» de los adultos en donde nos encontramos con esa extraña anomalía del reino animal en la que las emociones —los impulsos básicos que nos incitan a actuar— parecen hallarse divorciadas de las reacciones.

La distinta impronta biológica propia de cada emoción evidencia que cada una de ellas desempeña un papel único en nuestro repertorio emocional (véase el apéndice A para mayores detalles sobre las emociones «básicas»). La aparición de nuevos métodos para profundizar en el estudio del cuerpo y del cerebro confirma cada vez con mayor detalle la forma en que cada emoción predispone al cuerpo a un tipo diferente de respuesta.

El enojo aumenta el flujo sanguíneo a las manos, haciendo más fácil empuñar un arma o golpear a un enemigo; también aumenta el ritmo cardiaco y la tasa de hormonas que, como la adrenalina, generan la cantidad de energía necesaria para acometer acciones vigorosas.

En el caso del miedo, la sangre se retira del rostro (lo que explica la palidez y la sensación de «quedarse frío») y fluye a la musculatura esquelética larga —como las piernas, por ejemplo- favoreciendo así la huida. Al mismo tiempo, el cuerpo parece paralizarse, aunque sólo sea un instante, para calibrar, tal vez, si el hecho de ocultarse pudiera ser una respuesta más adecuada. Las conexiones nerviosas de los centros emocionales del cerebro desencadenan también una respuesta hormonal que pone al cuerpo en estado de alerta general, sumiéndolo en la inquietud y predisponiéndolo para la acción, mientras la atención se fija en la amenaza inmediata con el fin de evaluar la respuesta más apropiada.

Uno de los principales cambios biológicos producidos por la felicidad consiste en el aumento en la actividad de un centro cerebral que se encarga de inhibir los sentimientos negativos y de aquietar los estados que generan preocupación, al mismo tiempo que aumenta el caudal de energía disponible. En este caso no hay un cambio fisiológico especial salvo, quizás, una sensación de tranquilidad que hace que el cuerpo se recupere más rápidamente de la excitación biológica provocada por las emociones perturbadoras. Esta condición proporciona al cuerpo un reposo, un entusiasmo y una disponibilidad para afrontar cualquier tarea que se esté llevando a cabo y fomentar también, de este modo, la consecución de una amplia variedad de objetivos.

El amor, los sentimientos de ternura y la satisfacción sexual activan el sistema nervioso parasimpático (el opuesto fisiológico de la respuesta de «lucha-o-huida» propia del miedo y de la ira).

La pauta de reacción parasimpática —ligada a la «respuesta de relajación»— engloba un amplio conjunto de reacciones que implican a todo el cuerpo y que dan lugar a un estado de calma y satisfacción que favorece la convivencia.

El arqueo de las cejas que aparece en los momentos de sorpresa aumenta el campo visual y permite que penetre más luz en la retina, lo cual nos proporciona más información sobre el acontecimiento inesperado, facilitando así el descubrimiento de lo que realmente ocurre y permitiendo elaborar, en consecuencia, el plan de acción más adecuado.

El gesto que expresa desagrado parece ser universal y transmite el mensaje de que algo resulta literal o metafóricamente repulsivo para el gusto o para el olfato. La expresión facial de disgusto —ladeando el labio superior y frunciendo ligeramente la nariz— sugiere, como observaba Darwin, un intento primordial de cerrar las fosas nasales para evitar un olor nauseabundo o para expulsar un alimento tóxico.

La principal función de la tristeza consiste en ayudarnos a asimilar una pérdida irreparable (como la muerte de un ser querido o un gran desengaño). La tristeza provoca la disminución de la energía y del entusiasmo por las actividades vitales —especialmente las diversiones y los placeres— y, cuanto más se profundiza y se acerca a la depresión, más se enlentece el metabolismo corporal. Este encierro introspectivo nos brinda así la oportunidad de llorar una pérdida o una esperanza frustrada, sopesar sus consecuencias y planificar, cuando la energía retorna, un nuevo comienzo. Esta disminución de la energía debe haber mantenido tristes y apesadumbrados a los primitivos seres humanos en las proximidades de su hábitat, donde más seguros se encontraban.

Estas predisposiciones biológicas a la acción son modeladas posteriormente por nuestras experiencias vitales y por el medio cultural en que nos ha tocado vivir. La pérdida de un ser querido. por ejemplo, provoca universalmente tristeza y aflicción, pero la forma en que expresamos esa aflicción -el tipo de emociones que expresamos o que guardamos en la intimidad— es moldeada por nuestra cultura, como también lo es, por ejemplo, el tipo concreto de personas que entran en la categoría de «seres queridos» y que, por tanto, deben ser llorados.

El largo período evolutivo durante el cual fueron moldeándose estas respuestas fue, sin duda, el más crudo que ha experimentado la especie humana desde la aurora de la historia. Fue un tiempo en el que muy pocos niños lograban sobrevivir a la infancia, un tiempo en el que menos adultos todavía llegaban a cumplir los treinta años, un tiempo en el que los depredadores podían atacar en cualquier momento, un tiempo, en suma, en el que la supervivencia o la muerte por inanición dependían del umbral impuesto por la alternancia entre sequías e inundaciones. Con la invención de la agricultura, no obstante, las probabilidades de supervivencia aumentaron radicalmente aun en las sociedades humanas más rudimentarias. En los últimos diez mil años, estos avances se han consolidado y difundido por todo el mundo al mismo tiempo que las brutales presiones que pesaban sobre la especie humana han disminuido considerablemente.

Estas mismas presiones son las que terminaron convirtiendo a nuestras respuestas emocionales en un eficaz instrumento de supervivencia pero, en la medida en que han ido desapareciendo, nuestro repertorio emocional ha ido quedando obsoleto. Si bien, en un pasado remoto, un ataque de rabia podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte, la facilidad con la que, hoy en día, un niño de trece años puede acceder a una amplia gama de armas de fuego ha terminado convirtiendo a la rabia en una reacción frecuentemente desastrosa.

En un sentido muy real, todos nosotros tenemos dos mentes, una mente que piensa y otra mente que siente, y estas dos formas fundamentales de conocimiento interactúan para construir nuestra vida mental. Una de ellas es la mente racional, la modalidad de comprensión de la que solemos ser conscientes, más despierta, más pensativa, más capaz de ponderar y de reflexionar. El otro tipo de conocimiento, más impulsivo y más poderoso —aunque a veces ilógico—, es la mente emocional.

La dicotomía entre lo emocional y lo racional se asemeja a la distinción popular existente entre el «corazón» y la «cabeza». Saber que algo es cierto «en nuestro corazón» pertenece a un orden de convicción distinto —de algún modo, un tipo de certeza más profundo— que pensarlo con la mente racional. Existe una proporcionalidad constante entre el control emocional y el control racional sobre la mente ya que, cuanto más intenso es el sentimiento, más dominante llega a ser la mente emocional.., y más ineficaz, en consecuencia, la mente racional. Ésta es una configuración que parece derivarse de la ventaja evolutiva que supuso disponer, durante incontables ocasiones, de emociones e intuiciones que guiaran nuestras respuestas inmediatas frente a aquellas situaciones que ponían en peligro nuestra vida, situaciones en las que detenernos a pensar en la reacción más adecuada podía tener consecuencias francamente desastrosas.

La mayor parte del tiempo, estas dos mentes —la mente emocional y la mente racional— operan en estrecha colaboración, entrelazando sus distintas formas de conocimiento para guiarnos adecuadamente a través del mundo. Habitualmente existe un equilibrio entre la mente emocional y la mente racional, un equilibrio en el que la emoción alimenta y da forma a las operaciones de la mente racional y la mente racional ajusta y a veces censura las entradas procedentes de las emociones. En todo caso, sin embargo, la mente emocional y la mente racional constituyen, como veremos, dos facultades relativamente independientes que reflejan el funcionamiento de circuitos cerebrales distintos aunque interrelacionados. En muchísimas ocasiones, pues, estas dos mentes están exquisitamente coordinadas porque los sentimientos son esenciales para el pensamiento y lo mismo ocurre a la inversa.

Pero, cuando aparecen las pasiones, el equilibrio se rompe y la mente emocional desborda y secuestra a la mente racional.

Erasmo, el humanista del siglo XVI, describió irónicamente del siguiente modo esta tensión perenne entre la razón y la emoción:

«Júpiter confiere mucha más pasión que razón, en una proporción aproximada de veinticuatro a uno. El ha erigido dos irritables tiranos para oponerse al poder solitario de la razón: la ira y la lujuria. La vida ordinaria del hombre evidencia claramente la impotencia de la razón para oponerse a las fuerzas combinadas de estos dos tiranos. Ante ella, la razón hace lo único que puede, repetir fórmulas virtuosas, mientras que las otras dos se desgañitan, de un modo cada vez más ruidoso y agresivo, exhortando a la razón a seguirlas hasta que finalmente ésta, agotada, se rinde y se entrega.»[10]

V PARTE

LA PAUTA “CONÓCETE A TI MISMO”

Según cuenta un viejo relato japonés, en cierta ocasión, un belicoso samurai desafió a un anciano maestro zen a que le explicara los conceptos de cielo e infierno. Pero el monje replicó con desprecio:

—¡No eres más que un patán y no puedo malgastar mi tiempo con tus tonterías!

El samurai, herido en su honor, montó en cólera y. desenvainando la espada, exclamó:

—Tu impertinencia te costará la vida.

—¡Eso —replicó entonces el maestro— es el infierno!

Conmovido por la exactitud de las palabras del maestro sobre la cólera que le estaba atenazando, el samurai se calmó, envainó la espada y se postró ante él, agradecido.

—¡Y eso —concluyó entonces el maestro—, eso es el cielo!

La súbita caída en cuenta del samurai de su propio desasosiego ilustra a la perfección la diferencia crucial existente entre permanecer atrapado por un sentimiento y darse cuenta de que uno está siendo arrastrado por él. La enseñanza de Sócrates «conócete a ti mismo» —darse cuenta de los propios sentimientos en el mismo momento en que éstos tienen lugar— constituye la piedra angular de la inteligencia emocional.

A primera vista tal vez pensemos que nuestros sentimientos son evidentes, pero una reflexión más cuidadosa nos recordará las muchas ocasiones en las que realmente no hemos reparado —o hemos reparado demasiado tarde— en lo que sentíamos con respecto a algo. Los psicólogos utilizan el engorroso término metafórico cognición para hablar de la conciencia de los procesos del pensamiento y el de metaestado para referirse a la conciencia de las propias emociones. Goleman, prefiere la expresión conciencia de uno mismo, la atención continua a los propios estados internos. Esa conciencia autorreflexiva en la que la mente se ocupa de observar e investigar la experiencia misma, incluidas las emociones: Esta cualidad en la que la atención admite de manera imparcial y no reactiva todo cuanto discurre por la conciencia, como si se tratara de un testigo, se asemeja al tipo de atención que Freud recomendaba a quienes querían dedicarse al psicoanálisis, la llamada «atención neutra flotante». Algunos psicoanalistas denominan «ego observador» a esta capacidad que permite al analista percibir lo que el proceso de la asociación libre despierta en el paciente y sus propias reacciones ante los comentarios del paciente.

Este tipo de conciencia de uno mismo parece requerir una activación del neocórtex, especialmente de las áreas del lenguaje destinadas a identificar y nombrar las emociones. La conciencia de uno mismo no es un tipo de atención que se vea fácilmente arrastrada por las emociones, que reaccione en demasía o que amplifique lo que se perciba sino que, por el contrario, constituye una actividad neutra que mantiene la atención sobre uno mismo aun en medio de la más turbulenta agitación emocional.[11] William Styron parece describir esta facultad cuando, al hablar de su profunda depresión, menciona la sensación de «estar acompañado por una especie de segundo yo, un observador espectral que, sin compartir la demencia de su doble, es capaz de darse cuenta, con desapasionada curiosidad, de sus profundos desasosiegos». En el mejor de los casos, la observación de uno mismo permite la toma de conciencia ecuánime de los sentimientos apasionados o turbulentos. En el peor, constituye una especie de paso atrás que permite distanciarse de la experiencia y ubicarse en una corriente paralela de conciencia que es «meta», —que flota por encima, o que está junto— a la corriente principal y, en consecuencia, impide sumergirse por completo en lo que está ocurriendo y perderse en ello, y, en cambio, favorece la toma de conciencia. Esta, por ejemplo, es la diferencia que existe entre estar violentamente enojado con alguien y tener, aun en medio del enojo, la conciencia autorreflexiva de que «estoy enojado». En términos de la mecánica neural de la conciencia, es muy posible que este cambio sutil en la actividad mental constituya una señal evidente de que el neocórtex está controlando activamente la emoción, un primer paso en el camino hacia el control. La toma de conciencia de las emociones constituye la habilidad emocional fundamental, el cimiento sobre el que se edifican otras habilidades de este tipo, como el autocontrol emocional, por ejemplo.

En palabras de John Mayer, un psicólogo de Universidad of New Hampshire que, junto a Peter Salovey, de Yale, ha formulado la teoría de la inteligencia emocional, ser consciente de uno mismo significa «ser consciente de nuestros estados de ánimo y de los pensamientos que tenemos acerca de esos estados de ánimo».> Ser consciente de uno mismo, en suma, es estar atento a los estados internos sin reaccionar ante ellos y sin juzgarlos.[12] Pero Mayer también descubrió que esta sensibilidad puede no ser tan ecuánime, como ocurre, por ejemplo, en el caso de los típicos pensamientos en los que uno, dándose cuenta de sus propias emociones, dice «no debería sentir esto», «estoy pensando en cosas positivas para animarme» o, en el caso de una conciencia más restringida de uno mismo, el pensamiento fugaz de que «no debería pensar en estas cosas».

Aunque haya una diferencia lógica entre ser consciente de los sentimientos e intentar transformarlos, Mayer ha descubierto que, para todo propósito práctico, ambas cuestiones van de la mano y que tomar conciencia de un estado de ánimo negativo conlleva también el intento de desembarazamos de él. Pero el hecho es que la toma de conciencia de los sentimientos no tiene nada que ver con tratar de desembarazamos de los impulsos emocionales. Cuando gritamos «¡basta!» a un niño cuya ira le ha llevado a golpear a un compañero, tal vez podamos detener la pelea pero con ello no anularemos la ira, porque el pensamiento del niño sigue todavía fijado al desencadenante de su enfado («¡pero él me ha quitado mi juguete!») y, de ese modo, jamás lograremos erradicar la cólera. En cualquier caso, la comprensión que acompaña a la conciencia de uno mismo tiene un poderoso efecto sobre los sentimientos negativos intensos y no sólo nos brinda la posibilidad de no quedar sometidos a su influjo sino que también nos proporciona la oportunidad de liberamos de ellos, de conseguir, en suma, un mayor grado de libertad.

En opinión de Mayer, existen varios estilos diferentes de personas en cuanto a la forma de atender o tratar con sus emociones:[13]

La persona consciente de si misma. Como es comprensible, la persona que es consciente de sus estados de ánimo mientras los está experimentando goza de una vida emocional más desarrollada. Son personas cuya claridad emocional impregna todas las facetas de su personalidad; personas autónomas y seguras de sus propias fronteras; personas psicológicamente sanas que tienden a tener una visión positiva de la vida; personas que, cuando caen en un estado de ánimo negativo, no le dan vueltas obsesivamente y, en consecuencia, no tardan en salir de él. Su atención, en suma, les ayuda a controlar sus emociones.

Las personas atrapadas en sus emociones. Son personas que suelen sentirse desbordadas por sus emociones y que son incapaces de escapar de ellas, como si fueran esclavos de sus estados de ánimo. Son personas muy volubles y no muy conscientes de sus sentimientos, y esa misma falta de perspectiva les hace sentirse abrumados y perdidos en las emociones y, en consecuencia, sienten que no pueden controlar su vida emocional y no tratan de escapar de los estados de ánimo negativos.

Las personas que aceptan resignadamente sus emociones. Son personas que, si bien suelen percibir con claridad lo que están sintiendo, también tienden a aceptar pasivamente sus estados de ánimo y, por ello mismo, no suelen tratar de cambiarlos. Parece haber dos tipos de aceptadores, los que suelen estar de buen humor y se hallan poco motivados para cambiar su estado de ánimo y los que, a pesar de su claridad, son proclives a los estados de ánimo negativos y los aceptan con una actitud de laissez-faire que les lleva a no tratar de cambiarlos a pesar de la molestia que suponen (una pauta que suele encontrarse entre aquellas personas deprimidas que están resignadas con la situación en que se encuentran)

VI PARTE

EL BENEFICIO “LA APTITUD MAESTRA

Una sola vez en la vida me he visto paralizado por el miedo.

Fue con ocasión del examen de cálculo del primer curso de universidad, un examen para el que no me había preparado lo suficiente. Todavía recuerdo el momento en que entré en el aula con una intensa sensación de fatalidad y culpa. Había estado en aquella sala muchas veces pero aquella mañana no vi nada más allá de las ventanas y tampoco puedo decir que prestara la menor atención al aula. Mientras caminaba hacia una silla situada junto a la puerta, mi vista permanecía clavada en el suelo, y cuando abrí las tapas azules del libro de examen, la ansiedad atenazaba el fondo de mi estómago y escuché con toda nitidez el sonido de los latidos de mi corazón.

Bastó con echar un rápido vistazo a las preguntas del examen para darme cuenta de que no tenía la menor alternativa. Durante una hora permanecí con la vista clavada en aquella página mientras mi mente no dejaba de dar vueltas a las consecuencias de mi negligencia. Los mismos pensamientos se repetían una y otra vez, como si se tratara de un interminable tiovivo de miedo y temblor. Yo estaba completamente inmóvil, como un animal paralizado por el curare. Lo que más me sorprendió de aquel angustioso lapso fue lo encogida que se hallaba mi mente. Durante aquella hora no hice el menor intento de pergeñar algo que se asemejara a una respuesta, ni siquiera ensoñaba, simplemente me hallaba atenazado por el miedo, esperando que mi tormento llegara a su fin.[14]

El protagonista de este relato de terror fue el mismo Daniel Goleman y ésta ha sido la prueba más palpable que él tuvo del impacto devastador que causa la tensión emocional sobre la lucidez mental.

Goleman, menciona en su obra “Inteligencia Emocional” que considera que aquel suplicio es el testimonio más rotundo del poder del cerebro emocional para sofocar, e incluso llegar a paralizar, al cerebro pensante.

Los maestros saben perfectamente que los problemas emocionales de sus discípulos entorpecen el funcionamiento de la mente. En este sentido, los estudiantes que se hallan atrapados por el enojo, la ansiedad o la depresión tienen dificultades para aprender porque no perciben adecuadamente la información y. en consecuencia, no pueden procesarla correctamente. Como ya hemos anotado las emociones negativas intensas absorben toda la atención del individuo, obstaculizando cualquier intento de atender a otra cosa. De hecho, uno de los signos de que los sentimientos han derivado hacia el campo de lo patológico es que son tan obsesivos que sabotean todo intento de prestar atención a la tarea que se esté llevando a cabo. Cualquier persona que haya atravesado por un doloroso divorcio (y cualquier niño cuyos padres se hallen en este proceso) sabe lo difícil que resulta mantener la atención en las rutinas relativamente triviales del trabajo y la escuela, y cualquier persona que haya padecido una depresión clínica sabe también que, en tal caso, los pensamientos autocompasivos, la desesperación, la impotencia y el desaliento son tan intensos que impiden cualquier otra actividad.

Cuando las emociones dificultan la concentración, se dificulta el funcionamiento de la capacidad cognitiva que los científicos denominan «memoria de trabajo», la capacidad de mantener en la mente toda la información relevante para la tarea que se esté llevando a cabo. El contenido concreto de la memoria de trabajo puede ser algo tan simple como los dígitos de un número de teléfono o tan intrincado como la trama de una novela. La memoria de trabajo es la función ejecutiva por excelencia de la vida mental, la que hace posible cualquier otra actividad intelectual, desde pronunciar una frase hasta formular una compleja proposición lógica. Y la región cerebral encargada de procesar la memoria de trabajo es el córtex prefrontal, la misma región, recordemos, en donde se entrecruzan los sentimientos y las emociones. Es por ello por lo que la tensión emocional compromete el buen funcionamiento de la memoria de trabajo a través de las conexiones límbicas que convergen en el córtex prefrontal, dificultando así —como yo mismo descubrí durante aquel angustioso examen de cálculo— toda posibilidad de pensar con claridad.

Consideremos ahora, por otra parte, el importante papel que desempeña la motivación positiva —ligada a sentimientos tales como el entusiasmo, la perseverancia y la confianza— sobre el rendimiento. Según los estudios que se han llevado a cabo en este dominio, los atletas olímpicos, los compositores de fama mundial y los grandes maestros del ajedrez comparten una elevada motivación y una rigurosa rutina de entrenamiento (que, en el caso de las auténticas «estrellas», suele comenzar en la misma infancia). El promedio de tiempo dedicado al entrenamiento por los atletas de doce años del equipo chino que participó en las olimpiadas de 1992 era el mismo que el invertido por los integrantes del equipo americano durante los primeros veinte años de su vida (de hecho, muchos de los chinos habían comenzado a entrenarse a la edad de cuatro años).[15] Del mismo modo, los mejores virtuosos de violín del siglo veinte comenzaron su aprendizaje alrededor de los cinco años de edad y los campeones mundiales de ajedrez lo hicieron cerca de los siete años (mientras que aquellos que adquirieron un prestigio de ámbito exclusivamente nacional habían comenzado a eso de los diez años de edad). Se diría que el hecho de comenzar antes permite un margen de tiempo mucho mayor: los alumnos más aventajados de violín de la mejor academia de música de Berlín —todos ellos de poco más de veinte años— habrán invertido unas diez mil horas de práctica en toda su vida, mientras que aquéllos que ocupan un segundo o tercer lugar sólo habrán promediado un total de unas siete mil quinientas horas.

Lo que parece diferenciar a quienes se encuentran en la cúspide de su carrera de aquéllos otros que, teniendo una capacidad similar, no alcanzan esa cota, radica en la práctica ardua y rutinaria seguida a lo largo de años y años. Y esta perseverancia depende fundamentalmente de factores emocionales, como el entusiasmo y la tenacidad frente a todo tipo de contratiempos.

El nivel sobresaliente logrado por los estudiantes asiáticos en el mundo académico y profesional de los Estados Unidos demuestra que, al margen de las capacidades innatas, la recompensa añadida del éxito en la vida depende de la motivación. Una revisión completa de los datos existentes sobre este sugiere que los alumnos americanos de origen asiático suelen tener un CI promedio superior en unos tres puntos al de los blancos. Por su parte, los médicos y abogados de origen asioamericano se comportaron, grupalmente considerados, como si su CI fuera muy superior (el equivalente a un CI de 110 para los de origen japonés y de un 120 para los de origen chino) al de los blancos. La razón parece estribar en que, en los primeros años de escuela, los niños asiáticos estudian más que los blancos. Sanford Dorenbush, un sociólogo de Stanford que ha investigado a más de diez mil estudiantes de instituto, descubrió que los asioamericanos invierten casi un 40% más de tiempo en sus deberes que el resto de los estudiantes. «La mayoría de padres americanos blancos parecen dispuestos a admitir que sus hijos tengan asignaturas más flojas y a subrayar, en cambio, las más fuertes, pero la actitud que sostienen los padres asiáticos es la de que “si no te lo sabes estudiarás esta noche y si aun así tampoco te lo sabes mañana, te levantarás temprano y seguirás estudiando”. Ellos consideran que, con el esfuerzo adecuado, todo el mundo puede tener un buen rendimiento escolar». En resumen, una fuerte ética cultural de trabajo se traduce en una mayor motivación, celo y perseverancia, un auténtico acicate emocional.[16]

Así pues, las emociones dificultan o favorecen nuestra capacidad de pensar, de planificar, de acometer el adiestramiento necesario para alcanzar un objetivo a largo plazo, de solucionar problemas, etcétera, y, en este mismo sentido, establecen los límites de nuestras capacidades mentales innatas y determinan así los logros que podremos alcanzar en nuestra vida. Y en la medida en que estemos motivados por el entusiasmo y el gusto en lo que hacemos —o incluso por un grado óptimo de ansiedad— se convierten en excelentes estímulos para el logro.

Es por ello por lo que la inteligencia emocional constituye una aptitud maestra, y nos otorga más que un beneficio una facultad que influye profundamente sobre todas nuestras otras facultades ya sea favoreciéndolas o dificultándolas si no le sabemos dar un apropiado uso.

CONCLUSIONES

  1. El facilitador deberá poseer para orientar el proceso andragógico características académicas peculiares pero en especial debe agregar un plus a su labor con características de sensibilidad derivadas de un buen manejo de su inteligencia emocional como herramienta del proceso.
  2. La inteligencia interpersonal consiste en la capacidad de comprender a los demás: cuáles son las cosas que más les motivan, cómo trabajan y la mejor forma de cooperar con ellos. Los vendedores, los políticos. los maestros, los médicos y los dirigentes religiosos de éxito tienden a ser individuos con un alto grado de inteligencia interpersonal.
  3. La inteligencia intrapersonal por su parte, constituye una habilidad correlativa —vuelta hacia el interior— que nos permite configurar una imagen exacta y verdadera de nosotros mismos y que nos hace capaces de utilizar esa imagen para actuar en la vida de un modo más eficaz.

4. El conocimiento de las emociones, la capacidad de control de las emociones, la capacidad de reconocimiento de emociones ajenas, el control de las relaciones y la capacidad de motivarse uno mismo son las cinco competencias principales de la inteligencia interpersonal.

  1. Toda persona posee inteligencia cognitiva e inteligencia emocional, aunque lo cierto es que la inteligencia emocional aporta, con mucha diferencia, la clase de cualidades que más nos ayudan a convertirnos en auténticos seres humanos
  2. Todas las emociones son, en esencia, impulsos que nos llevan a actuar, programas de reacción automática con los que nos ha dotado la evolución. La misma raíz etimológica de la palabra emoción proviene del verbo latino movere (que significa «moverse») más el prefijo «e-», significando algo así como «movimiento hacia» y sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción hay implícita una tendencia a la acción
  3. La toma de conciencia de las emociones constituye la habilidad emocional fundamental, el cimiento sobre el que se edifican otras habilidades de este tipo, como el autocontrol emocional

8. En cualquier caso, la comprensión que acompaña a la conciencia de uno mismo tiene un poderoso efecto sobre los sentimientos negativos intensos y no sólo nos brinda la posibilidad de no quedar sometidos a su influjo sino que también nos proporciona la oportunidad de liberamos de ellos, de conseguir, en suma, un mayor grado de libertad.

  1. Los maestros saben perfectamente que los problemas emocionales de sus discípulos entorpecen el funcionamiento de la mente. En este sentido, los estudiantes que se hallan atrapados por el enojo, la ansiedad o la depresión tienen dificultades para aprender porque no perciben adecuadamente la información y. en consecuencia, no pueden procesarla correctamente.
  2. Así pues, las emociones dificultan o favorecen nuestra capacidad de pensar, de planificar, de acometer el adiestramiento necesario para alcanzar un objetivo a largo plazo, de solucionar problemas, etcétera, y, en este mismo sentido, establecen los límites de nuestras capacidades mentales innatas y determinan así los logros que podremos alcanzar en nuestra vida. Y en la medida en que estemos motivados por el entusiasmo y el gusto en lo que hacemos —o incluso por un grado óptimo de ansiedad— se convierten en excelentes estímulos para el logro
  3. La inteligencia emocional constituye una aptitud maestra, y nos otorga más que un beneficio una facultad que influye profundamente sobre todas nuestras otras facultades

ya sea favoreciéndolas o dificultándolas si no le sabemos dar un apropiado uso.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

  1. Goleman, Daniel. Inteligencia Emocional. Documento de Word proporcionado en el diplomado de Andragogía año 2010, plataforma de la Universidad Panamericana de Guatemala.
  2. Alcalá, Alfonso. Andragogía Libro Guía de Estudio. Documento de Word proporcionado en el diplomado de Andragogía año 2010, plataforma de la Universidad Panamericana de Guatemala.


[1] Alcalá, Adolfo. Andragogía Libro Guía de Estudio. Plataforma Universidad Panamericana de Guatemala, diplomado en Andragogía, 2010. p. 61

[2] Goleman, Daniel. Inteligencia Emocional. Plataforma Universidad Panamericana de Guatemala, diplomado en Andragogía, 2010, p. 4.

[3] Ibid. P. 5

[4] Gardner, citado por Goleman, Inteligencia emocional, Plataforma Universidad Panamericana, diplomado en Andragogía, 2010, P. 29.

[5] Ibid. P. 30

[6] Goleman, Op. Cit. P. 31

[7] Goleman. Op. Cit. P. 31

[8] Goleman. Op. Cit. P. 32

[9] Goleman. Op. Cit. P. 33

[10] Erasmo, citado por Goleman, op. Cit. P. 12

[11] Goleman. Op. Cit. P. 34

[12] Goleman. Op. Cit. P. 35

[13] Ibid. P. 35

[14] Ibid. P. 54

[15] Ibid. P. 55

[16] Ibid. P. 55

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